domingo, 15 de octubre de 2017

Las fábulas de Esopo

En la fábula en la cual me he basado es la de "El león y el ratón"

-LIBRO DE BUEN AMOR

 El león y el caballo
Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo: 
-Patronio, desde hace mucho tiempo tengo un enemigo que me ha hecho mucho daño y yo a él, de modo que por obras y pensamientos estamos muy enemistados. Y ahora sucede que otro caballero, más poderoso que nosotros dos, está haciendo algunas cosas de las que ambos tememos que nos pueda venir mucho daño. Mi enemigo me ha sugerido que nos unamos y preparemos nuestra defensa contra el que desea atacarnos, pues si los dos estamos unidos le haremos frente con facilidad; pero si uno abandona al otro, cualquiera de nosotros que vaya contra aquel caballero no podrá vencerlo y, cuando uno de los dos sea derrotado, el que sobreviva será vencido aún más fácilmente. Por eso tengo serias dudas en este asunto, pues si hacemos las paces habremos de fiarnos el uno del otro, por lo cual, si aquel enemigo mío me quiere engañar y si yo estuviese en sus manos, mi vida correría peligro; pero por otra parte, si no nos unimos como me sugiere, nos puede venir mucho daño, tal como os he dicho. Por la confianza que tengo en vos y por vuestro buen juicio, os ruego que me deis consejo para obrar como mejor deba. 
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la cosa es importante y al mismo tiempo peligrosa. Para que mejor sepáis lo que debéis hacer, me gustaría contaros lo que ocurrió en Túnez a dos caballeros que vivían con el infante don Enrique. 
El conde le pidió que se lo contara. 
-Señor conde -comenzó Patronio-, dos caballeros que estaban en Túnez con el infante don Enrique eran muy amigos y vivían juntos. Estos dos caballeros no tenían sino un caballo cada uno, y mientras ellos se estimaban y respetaban, sus caballos se tenían un odio feroz. Como los caballeros no eran tan ricos que pudieran pagar estancias distintas, y por la malquerencia de sus caballos no podían compartirlas, llevaban una vida muy enojosa. Cuando pasó cierto tiempo y vieron que no había solución, se lo contaron al infante don Enrique y le pidieron como favor que echara aquellos caballos a un león que tenía el rey de Túnez. 
»Don Enrique habló con el rey de Túnez, que les pagó muy bien los caballos y los mandó meter en el patio donde estaba el león. Al verse los caballos juntos en aquel lugar, antes de que el león saliese de su jaula empezaron a pelear con mucha ira. Estando en lo más violento de su pelea, abrieron la jaula del león y, cuando los caballos lo vieron suelto por el patio, se echaron a temblar y se fueron acercando el uno al otro. Cuando estuvieron juntos, se quedaron así un rato y luego se lanzaron los dos contra el león, al que atacaron con cascos y dientes de modo tan violento que hubo de buscar refugio en su jaula. Los dos caballos quedaron sin daño, porque el león no pudo herirlos ni siquiera levemente y, después de esto, los dos caballos se hicieron tan amigos que comían en el mismo pesebre y dormían juntos en la misma cuadra, aunque era muy pequeña. Esta amistad nació entre ellos por el miedo que les produjo la presencia del león. 
»Vos, señor Conde Lucanor, si creéis que vuestro enemigo tiene tanto miedo del otro porque le puede causar mucho daño y os necesita tanto a vos que forzosamente ha de olvidar vuestras antiguas rencillas, pues piensa que sin vos no puede defenderse, creo que, del mismo modo que los caballos se fueron acercando poco a poco hasta perder el recelo mutuo y estuvieron bien seguros el uno del otro, así vos debéis confiar poco a poco en vuestro antiguo enemigo. Y si siempre encontráis en él buenas obras y fidelidad, de modo que estéis seguro de que nunca os hará daño, por muy bien que vayan sus cosas, entonces haréis bien y os será muy útil ir en su ayuda para que no os destruya ni conquiste aquel otro enemigo; pues en muchas ocasiones debemos soportar, perdonar y auxiliar a nuestros parientes y vecinos para que nos defiendan contra los extraños. Pero si viereis que vuestro enemigo es de tal condición que, desde que le hayáis ayudado y sacado del peligro, al tener sus tierras a salvo, se levantará contra vos y no podréis confiar en él, no sería muy sensato que le ayudarais sino que debéis apartaros de él cuanto podáis, porque habréis comprobado que, aunque estaba él en un trance muy apurado, no quiso olvidar su antiguo recelo contra vos, sino que esperaba el momento oportuno de causar vuestro daño, con lo cual queda bien patente que no deberéis ayudarle a salir del peligro en que ahora se encuentra. 
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo, pues comprendió que le daba un buen consejo. 






-EL CONDE LUCANOR


El león y el toro
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis evitaros todo eso, 
me gustaría que supierais lo que sucedió al león y al toro. 

El conde le rogó que se lo contara. 


-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el león y el toro eran muy amigos 

y, como los dos son muy fuertes y poderosos, dominaban y sometían a los 
demás animales; pues el león, ayudado por el toro, reinaba sobre todos 
los animales que comen carne, y el toro, con la ayuda del león, lo hacía 
sobre todos los que comen hierba. Cuando todos los animales 
comprendieron que el león y el toro los dominaban por la ayuda que se 
prestaban el uno al otro, y que ello les producía graves daños, hablaron 
entre sí para ver la forma de acabar con su tiranía. Vieron que, si 
lograban desavenir al león y al toro, podrían romper el yugo de su 
dominio, por lo cual los animales rogaron a la zorra y al carnero, que 
eran los privados del león y del toro respectivamente, que buscasen el 
medio de romper su alianza. La zorra y el carnero prometieron hacer 
cuanto pudiesen para conseguirlo. 

»La zorra, consejera del león, pidió al oso, que es el animal más fuerte 

y poderoso de los que comen carne después del león, que le dijera a este 
cómo el toro hacía ya tiempo que buscaba hacerle mucho daño, por lo 
cual, -92- y aunque no fuera verdad pues se lo habían dicho hacía ya 
varios días, debía estar precavido. 

»Lo mismo dijo el carnero, consejero del toro, al caballo, que es el 

animal más fuerte entre los que se alimentan de hierba después del toro.


»El oso y el caballo dieron este aviso al león y al toro, que aunque no 

lo creyeron del todo, pues algo sospechaban de quienes eran casi tan 
fuertes como ellos, creyendo que buscaban su desavenencia, no por ello 
dejaron de sentir cierto recelo mutuo. Por lo cual, los dos, león y 
toro, hablaron con la zorra y con el carnero, que eran sus privados. 
Estos dijeron a sus señores que quizás el oso y el caballo les habían 
contado aquello para engañarlos, pero no obstante les aconsejaban 
observar bien dichos y hechos que de allí en adelante hicieran el león y 
el toro, para que cada uno obrase según lo que viera en el otro. 

»Al oír esto, creció la sospecha entre el león y el toro, por lo que los 

demás animales, viendo que aquellos empezaban a recelar el uno del otro, 
empezaron a propagar abiertamente sus desconfianzas, que, sin duda, eran 
debidas a la mala intención que cada uno guardaba contra el otro. 

»La zorra y el carnero, que sólo buscaban su conveniencia como falsos 

consejeros y habían olvidado la lealtad que debían a sus señores, en 
lugar de decirles la verdad, los engañaron. Tantas veces previnieron al 
uno contra el otro que la amistad entre el león y el toro se trocó en 
mutua aversión; los animales, al verlos así enemistados, pidieron una y 
otra vez a sus jefes que entrasen en guerra y, aunque les daban a 
entender que sólo miraban por sus intereses, buscaban los propios, 
haciendo y consiguiendo que todo el daño cayese sobre el león y el toro.


»Así acabó esta lucha: aunque el león hizo más daño al toro, 

disminuyendo mucho su poder y su autoridad, salió él tan debilitado que 
ya nunca pudo ejercer su dominio sobre los otros animales de su especie 
ni sobre los de otras distintas, ni cogerlos para sí como antes. Así, 
dado que el león y el toro no comprendieron que, gracias a su amistad y 
a la ayuda que se prestaban el uno al otro, eran respetados y temidos 
por el resto de los animales, y porque no supieron conservar su alianza, 
desoyendo los malos consejos que les daban quienes querían sacudirse su 
yugo y conseguir, en cambio, que fueran el león y el toro los sometidos, 
estos quedaron tan debilitados que, si antes eran ellos señores y 
dominadores, luego fueron ellos los sojuzgados. 








-SAMANIEGO

El león y el ratón



Estaba un ratoncillo aprisionado
en las garras de un león; el desdichado
en la tal ratonera no fue preso
por ladrón de tocino ni de queso,
sino porque con otros molestaba
al león, que en su retiro descansaba.
Pide perdón, llorando su insolencia;
al oír implorar la real clemencia,
responde el rey en majestuoso tono
—no dijera más Tito—: «Te perdono».
Poco después cazando el león tropieza
en una red oculta en la maleza:
quiere salir, mas queda prisionero;
atronando la selva ruge fiero.
El libre ratoncillo, que lo siente,
corriendo llega: roe diligente
los nudos de la red de tal manera,
que al fin rompió los grillos de la fiera.

Conviene al poderoso
para los infelices ser piadoso;
tal vez se puede ver necesitado
del auxilio de aquel más desdichado.


domingo, 1 de octubre de 2017

La Odisea

Estos días de regreso a Ítaca fueron una verdadera Odisea. El primero de ellos fue el encuentro con el cíclope Polifemo, un gran monstruo de un solo ojo. Éste, nos hizo prisioneros a mí y a mis compañeros para devorarnos, cada día se alimentaba de dos de mis amigos y yo no podía permitir que esto continuara así.

Cuando terminó de devorar a otros dos de mis compañeros para su cena, se me ocurrió la idea de ofrecerle un poco de nuestro vino para que se apiadase de mí y me enviara a mi casa. El cíclope se bebió la copa de vino que le ofrecí, y pareció ser que le gustó tanto que me pidió otra más a la vez que me preguntó por mi nombre, para ofrecerme una recompensa.

Después de un largo rato ofreciéndole copas de vino, el cíclope acabó borracho y fue el momento para decirle cuál era mi nombre, y ese nombre fue ''Nadie''. El cíclope me contestó, y me dijo que su recompensa por las copas de vino sería comerme el último, después de todos mis amigos. Después de estas palabras, el cíclope cayó redondo hacia atrás quedando dormido en el suelo, echando trozos de carne humana que se había comido para cenar y eructando.

Mientras él dormía, cogí una estaca de olivo y la metí en el fuego para que se calentara y animé a todos mis compañeros para que me ayudaran. Estando la estaca ya caliente, se la dí a mis compañeros y se la clavaron en el ojo al cíclope, mientras que yo por arriba la hacía girar.

Ahora que el cíclope no veía, era el momento oportuno para escaparnos. El cíclope tenía que sacar a sus ovejas a pastar, pero si abría la puerta nosotros también nos escaparíamos y él no sabía donde estábamos, por lo que el cíclope fue ingenioso y abrió solamente un trozo para que pudieran salir de una en una las ovejas mientras les iba pasando la mano por encima. Pero yo no me iba a quedar de brazos cruzados, por lo que fui más listo y nos enganchamos en la parte de abajo de las ovejas y conseguimos escapar sin que se enterara el cíclope.



En cuanto nos escapamos, nos pusimos de nuevo rumbo a Ítaca, pero llegamos a una isla. En ella, conocí a una hechicera que se llamaba Circe, capaz de convertir a los seres humanos en animales. Circe convirtió a mis compañeros en cerdos y los encerró, mientras a mi me preparó una mesa llena de manjares de los que no quise comer nada, ya que no me parecía bien estar comiendo y bebiendo mientras mis compañeros estaban encerrados. Le pedí que liberara a mis compañeros, y ella abrió las puertas de una pocilga y aparecieron unos cuantos cerdos, eran mis amigos que los había convertido.

Circe empezó a untar a los cerdos con una crema que tenía y mis amigos volvieron a aparecer con forma humana, pero mucho más jóvenes, guapos y altos. Circe se había enamorado de mi y nos liberó a todos y nos dejó marchar para poder continuar con nuestro regreso a casa.





Circe me advirtió antes de irnos los problemas que podríamos encontrarnos de camino a casa y eran las sirenas. Estas sirenas son unos seres mágicos que cantan y atraen a los hombres y ellos ya no vuelven nunca con sus familias, pero yo eso tenía que evitarlo.

Se me ocurrió la idea de coger unos corchos de las botellas de vino y repartirlos entre todos mis compañeros para que se taparan los oídos y no pudieran escuchar nada. Yo, en cambio, les pedí que me ataran en la parte inferior del mástil para que cuando escuchara el canto de las sirenas no pudiera moverme e ir hacia ellas.

Pusimos nuestra nave en marcha y continuamos con el viaje, conforme más nos acercábamos más fuerte escuchaba el canto de las sirenas, pero quería escucharlo desde más cerca. Le hice señas con las cejas a mis compañeros para que me soltaran, pero ellos no me hicieron caso y me ataron con más cuerdas para que no me soltara. Conforme nos alejábamos, mis compañeros se quitaron ya los corchos de las orejas y me desataron, ya no se escuchaba ningún canto de ninguna sirena.



Una vez pasamos las sirenas, los dioses volvieron a ponerme a prueba. En el camino hacia Ítaca tuve que atravesar un peligroso canal entre dos grandes acantilados, conocidos por Escila y Caribdis. 

Escila era un monstruo con rostros y pecho de mujer, seis cabezas de perro y doce patas, mientras que Caribdis era un peligroso torbellino de agua que se tragaba todo lo que le pasaba por delante, devolviéndolo todo después de tres días en forma de naufragio. 

La roca de Escila, además, atraía mágicamente a las naves, astillándolas y lanzándolas a su compañero Caribdis para que se lo tragara. Lo vi venir e hice girar rápidamente el barco para no chocar, pero entonces nos acercamos demasiado al torbellino y el remolino de aguas de Caribdis. No pudimos evitarlo, la proa del barco se inclinó peligrosamente y durante minutos pareció que todo estaba perdido, menos mal, que Atenea se apiadó de nosotros y nos ayudó impulsando mágicamente la nave, de forma que Caribdis sólo pudo tragarse a seis hombres de mi tripulación.